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Cuerpo de blasfemia

12 €

Ficha

Autor: Juan Sendino
Género: Relatos
Páginas: 160
Dimensiones: 220 x 150 mm
Encuadernación: Rústica
Isbn: 84-932586-2-8

Sinopsis / Información

Frankstein, la política, artículos de prensa, el príncipe azul, la Historia, una receta, sucesos fabulosos… son los elementos con los que Juan Sendino crea una extraordinaria obra: moderna, seria y mordaz.

Estas narraciones tienen tanto sentido del humor, brillantez, e invitan de tal modo a la reflexión que todas ellas podrían figurar en cualquier antología que recogiera los mejores relatos contemporáneos.

Si este libro pasa desapercibido, es que de verdad de verdad algo muy malo está pasando con la cultura literaria del país.

Juan Sendino

Juan Sendino (Cáceres, 1963) es licenciado en Filología Hispánica. Vive en Galicia, lugar desde donde atalaya la realidad para dar aviso de los movimientos del enemigo; y trabaja (con éxito, parece ser) intentando que los extranjeros aprendan la lengua y cultura españolas. Sus cuentos y artículos filológicos y de opinión han aparecido en numerosos periódicos y revistas. canedafuentes@hotmail.com

Algunas críticas

A quienes amamos la lectura, siempre nos resulta grato encontrarnos con un libro interesante o con un nuevo autor que antes desconocíamos. Es lo que me ha pasado con Cuerpo de blasfemia y con Juan Sendino. He sentido no sólo sorpresa, sino gran placer zambulléndome en los relatos de este magnífico escritor del que nada había leído hasta ahora y que domina el arte de la narración como los magos de verdad conocen el arte de hacernos soñar.

Vivimos en un mundo dominado por el marketing . Sólo miramos al arquitecto que la moda nos encumbra, al cantante que la televisión nos mete por los ojos, al filósofo apadrinado por algún grupo que vende ideas como otros venden tractores o al autor de libros con los que nos avasallan por doquier cuatro avispados mercaderes del papel impreso. Por ello, ¡qué gozosa resulta a veces la grandeza de lo humilde, la fuerza de los que luchan con las armas de su genialidad por abrirse paso entre la marabunta de mediocridades que los poderes económicos y mediáticos nos imponen! Cuando se sale de esos caminos de la mercadotecnia y se descubren rutas nuevas y sugerentes, la satisfacción es doble. Además del agrado que proporciona lo que posee calidad, se obtiene una especie de pago añadido por la rebeldía que supone comprar obras en una editorial pequeña y a la que nadie promociona (como Difácil) o por la complicidad que se establece entre un autor sin apoyos y un lector que acaba estando en perfecta sintonía con él.

Cuerpo de blasfemia reúne la inteligencia y el humor, la variedad y el ritmo, la fábula y el lirismo, la provocación, los ensueños, la ternura, el enredo, la heterodoxia, los hechizos, la sonrisa… Juan Sendino sabe llevarnos por ideas deslumbrantes y por pesimismos enriquecedores. Nos traslada a mundos diversos (en la veintena de relatos que nos ofrece) enganchándonos a su pluma en todo momento. Las suyas son páginas refrescantes, páginas que nos invitan a seguir, a seguir hasta el final y que, cuando se terminan de leer, nos dejan el regusto que deja siempre lo excelente.

El cuento para adultos no es un arte menor, ni mucho menos. Quizá sea uno de los géneros literarios más complejos. A través del talento que exhibe como narrador, es fácil adivinar que Sendino puede cualquier día sorprendernos con una gran novela, pues tiene también raza de novelista. Puede sorprendernos mañana mismo con un poemario que nos zarandee los tuétanos, pues uno ve que le sobran cualidades de poeta. Y no sólo puede, sino que debe encontrar el lugar que merece entre los escritores españoles de este cambio de siglo y de milenio. Si su labor no se la facilitan quienes dominan hoy los resortes de las grandes ediciones, se la facilitaremos los que tuvimos la suerte de encontrarnos con él y, de boca a oído, le recomendamos en la medida de nuestras humildes fuerzas a lectores de verdad, a los que no desean perder el tiempo en mediocridades y se niegan a dejarse embaucar por la facundia lenguaraz y parlera de los engañabobos. Estoy seguro de que acabaremos siendo legión los admiradores de Juan, los admiradores de este buen autor que ya nos ha deleitado con un magnífico Cuerpo de blasfemia .

Adolfo Yáñez en Revista Cultural de Ávila, Segovia y Salamanca .

Nada acompaña mejor el tiempo sincopado del ocio veraniego que un libro de cuentos. Ya sea por esa calidad irreal que a veces cobran los minutos elásticos sin obligaciones que vuelven perezosos los brazos y los ojos, ya sea por todo lo contrario, el horario severo de quien todo quiere ver y todo quiere hacer en el breve periodo de estos días de asueto, hacen del relato breve la lectura ideal para esta época evasiva. Los cuentos que Juan Sendino ha reunido en Cuerpo de blasfemia están muy bien hechos. Sendino se maneja como pez en el agua dentro de la peculiar y difícil poética del cuento, que no es para nada simple y requiere más esfuerzo creativo que la mayoría de las novelas. Casi todos los relatos del volumen están llenos de la intensidad y el vigor que estas piezas requieren; tampoco les falta humor y una cierta mala uva. Los veinticinco relatos, además, son de temáticas variadas, nos llevan desde la receta de cocina amatoria, pasando por un ingenioso interrogante sobre el siempre incomprensible —desde el punto de vista masculino— modo de operar de la mente femenina, desde la tórrida historia místico-matemática a un inquietante relato en un remoto pantano de la Rusia comunista. Hay que alabar también a los editores de Difácil, editorial relativamente joven, pequeña y escasa de medios, que, aún así publica libros que da gusto tener en las manos.

CUERPO DE BLASFEMIA
Autor: Juan Sendino

LA MALDICIÓN

El monstruo de Frankenstein se ha escapado. Llega al pueblo, ahoga a la niña, huye perseguido y lo acorralan en el molino, al que pegan fuego y arde como una tea. Pero el monstruo no ha muerto: cuando todos han abandonado el lugar, sale de entre los tizones y se dirige a los bosques, donde sobrevive salvajemente. Pasados unos años se encamina, noche tras noche, a una gran ciudad. Allí vive inadvertido. Llega a emplearse en una herrería, ocupa una buhardilla y se trae con regularidad a su camastro mujeres bravas que se lo disputan: es feliz. Pero cierto anochecer ve una puerta iluminada, entra, se sienta a una mesa y bebe hasta que amanece. Vuelve a menudo y bebe y bebe y bebe. Y escribe. Cierta vez, de madrugada, empieza a componer palabras que no comprende. Escribe la lluvia, escribe unos pies descalzos, escribe el vértigo de la nada, el dolor, un sendero tenebroso, la ira, la belleza, la soledad inescribible; escribe el mar que nunca ha visto.
Otros poetas que también frecuentan la taberna lo descubren, lo celebran de inmediato, lo vuelven presentable, lo arrastran a tertulias, lo editan, lo consagran.

IDIOTA

… pues nadie sabe el día ni la hora

Tierra Santa.
Verano del año del Señor de 1289.           

Ni una nube. Frente a una exigua playa de piedras, estrechada por los acantilados y batida por aguas bravas, traidoras y profundas, en medio de un calor pegajoso y picante, Olivier de Neuville va a plantar su pie derecho en Asia y mete en el agua la pierna hasta las corvas. Luego sumerge la otra; deja atrás la barca y gana la playa avanzando entre las olas, con los brazos y las piernas separados del cuerpo para no caerse. Parece un pingüino armado hasta los dientes.
            Para la barca es el penúltimo viaje. En el siguiente traerá a los frailes. Luego se volverá para amarrarse a popa de su nao, que levará anclas y no estará de regreso hasta la próxima primavera. Cuando la flotilla se haga mar adentro, los desembarcados se convertirán en un puñado de hombres y caballos abandonados a su suerte.
            Antes, a lo largo de la mañana, la gente de a pie ha ido saltando a tierra. No solamente los soldados, sino también todos los demás criados: cocineros, despenseros, aguadores, palafreneros y qué se yo; y además, los músicos, los bufones y los pajes supervivientes, todos ellos moribundos. Bertrand Le Loup se ha encargado de organizarlo todo; no sólo del desembarco, también de montar las tiendas al otro lado de las pedrizas: ve, trae, lleva, pon, sube, baja, descarga las barcas, tiende sogas, busca leña, pon vigías, coloca centinelas, manda patrullas, reparte los turnos, haz la estacada, cepilla los caballos, levanta las tiendas, clava las lanceras, guarda bien la impedimenta, dispón las vituallas, manda por agua y el cuento de nunca acabar.
            El joven Olivier y sus regocijados compañeros de armas (es una manera de hablar) han observado perezosamente estos afanes desde el castillo de popa de su nao, sentados bajo un toldo de lino. Ninguno de ellos ha estado antes en Tierra Santa (ninguno ha salido antes de su casa, es lo cierto), y todos tienen metida en la cabeza la misma idea: arrimarse a la corte del duque de T. y medrar en ella. En voz alta, en cambio, hablan de conquistar Oriente. No esto ni aquello, no provincias, puertos, fortalezas, ciudades ni pequeñeces como ésas: Oriente, en general. Oriente es el único topónimo oriental que conocen, aparte de Jerusalén.
            —¡Pero Jerusalén es tan vulgar, tan aburrida, y está tan trillada!
            —¡Todo el mundo va a Jerusalén, aquello parece una romería!
            —¡Un topicazo!
            Su ideal es distinto, más ambicioso, más noble, antiguo: espléndido, en una palabra, y es que no hay comparación. Ideal alimentado por las historias de Lanzarote y Carlomagno, con guarnición de canciones provenzales y regado generosamente con vino de Aquitania, la dulcísima Aquitania. ¡Ah!
            —Y esta brisa…
            —Eso.
            Visto en el mapa, Oriente no parece tan grande. No es tan fiero el león. Y…
            —Y si Alejandro lo hizo, ¿por qué nosotros no?
            —Eso.
            Se acerca un marinero, que se expresa con acento posiblemente chipriota.
            —Senios, dicen de tierra todo está dispuestos para desembarques.
            Gran alborozo y caer de sillas.
            —Hala, vámonos. Estoy deseando encontrarme con mi tío. Un momentín, oyes, ¿te han dicho si han llegado ya los emisarios de mi tío? El duque de T., digo.
            —No han dicho, senios.
            —Vale.
            Desde la orilla, Bertrand mira cómo se aproxima la barca de su señor, que ya está a dos golpes de remo. Debe recibirlo para darle cuentas. Su obligación es detallárselo todo, aunque sabe que no va a entender una palabra. Contestará que muy bien, y al final le tocará a él apencar con lo que venga, como siempre.
            Mientras el joven Alejandro desembarca o no desembarca, el viejo normando hace cuentas del trabajo de la mañana; sobre todo le inquieta que los aguadores no hayan regresado todavía. Malo.
            Al fondear, desde la borda de la capitana, esta playa le pareció a Olivier de Neuville un lugar muy oportuno y heroico para hacer su desembarco. Y el patrón (un medio genovés con pata de palo) alabó sin tasa su experiencia, tan rara entre los jóvenes, y la certera rapidez de su entendimiento.
            —Tomad esto, capitán.
            —Mile grazie, siñoría.
            —Allí mismo, hale.
            Antes de empezar a sacar la gente a tierra, Bertrand se lo dijo:
            —Señor…
            —¿Qué hay?
            —El sitio, parece que hay rompientes…
            —Ya me he dado cuenta; ¿y qué?
            —…
            Luego, el Deiforme hizo para la galería un comentario que Bertrand no comprendió, y hubo carcajada unánime entre los compañeros de armas (es una manera de hablar) del joven semejante a los dioses.
            —Anda, tunante, empieza a desembarcar. Y deprisa, que me aburro.
            Bertrand se obstinó.
            —Quizá, si salto a tierra con alguna poca gente para asegurarnos, sólo por prudencia. Tal vez el lugar no sea…
            —¿No has oído al capitán? ¡Espabila de una vez!
            — …
            —¡Qué gente, oyes!            Olivier llega por fin a tierra, armado de punta en blanco, aunque sintiéndose ridículo porque su desembarco no ha tenido la brillantez que había imaginado. Ni oír hablar quiere de centinelas, patrullas, empalizadas ni estupideces por el estilo.
            —No me cuentes historias. Encima no me cuentes historias. ¿Dónde están los emisarios?
            —¿Emisarios?…
            —¡Sí, emisarios, emisarios! Los emisarios del duque, ¿dónde están?
            —…
            —¿Lo sabes o no lo sabes?
            — No, señor.
            —¡Pero, bue…! Ah, espera, que se me había olvidado comentártelo. Verás, es que mi tío me prometió que me estarían esperando unos emisarios suyos cuando desembarcara, ¿sabes?…
            Bertrand dedica a su señor una mirada de indisimulable desprecio, no pierde más tiempo y hace una seña a su capitanes: a las armas. Acaba de explicarse la tardanza de los aguadores. Van a caer sobre ellos de un momento a otro. Olivier y sus cortesanos no caben en su estupor al ver correr a la gente voceando y echando mano de los pertrechos. Bertrand vuelve a mirar a su amo y se rebaja a hacerle una última pregunta, adoptando un tono de la mayor cortesía.
            —Señor…
            —¿Qué?
            —Esos emisarios… ¿sabrán que estamos aquí?            A unas cincuenta leguas al sur hay una playa. Es amplia, resguardada, de arena blanca; las aguas son tranquilas y poco profundas: es óptima para un desembarco, y así lo detalla la última carta que le envió su tío, el duque de T.
            Dominándola hay un gallardo altozano, visible a gran distancia, «en cuya cima divisarás un estandarte con las armas de nuestra Casa». Junto al mástil donde ondean los colores de los De Neuville, hay apostado un vigía, que se turna cada ocho horas, día y noche, desde hace un mes, y a su lado espera una gran pira de leña, dispuesta para hacer la señal convenida a la flotilla en cuanto se la aviste. En un extremo de la playa se levanta una lujosa tienda, donde esperan los emisarios jugando al ajedrez.
            Al final de la carta, después de las oportunas precisiones náuticas para gobierno del capitán de la flota, el duque hace una seria advertencia a su sobrino: que desembarque precisamente en ese punto. Hacerlo en otro cualquiera sería muy peligroso, dada la situación. Esa carta se encuentra, desde hace casi un año, entre los efectos que contiene una exquisita caja de ciprés y marfil, con cerradura de bronce, que el joven semejante a los dioses lleva siempre consigo. Esa carta —¿será necesario decirlo?— se encuentra sin abrir.

¿DUERME LA BELLA?           

El jinete llega. Desmonta. Arrienda la jaca en un espino florecido y se dirige sin prisa al centro del claro, con ruido de espuelas. En este lugar, bajo la sombra de un dosel, se levanta el rico lecho al que se debe su venida. Sobre él duerme la doncella que heredará este reino a la muerte de su padre. Es fama que despertará cuando un príncipe valeroso y perfecto roce sus labios con un beso. Entonces se casarán, vivirán felices y eso será todo.
            El jinete no parecerá un príncipe, con seguridad, a los ojos del lector acostumbrado a ilustraciones infantiles. Recuerda más a un cazador perdido hace meses en el monte. Está en verdad muy cansado. Hace un momento, antes de aparecer en esta historia, ha degollado al centinela: es la rutina. Luego, con el paso quedo, el oído atento y la daga prevenida, ha rondado entre las sombras de los robles, alrededor del claro, buscando a los demás, que deberían estar apostados, pero ése era el único. Una princesa heredera al cuidado de un solo centinela. El colmo.
            —Y que haya que emparentar con esta gente. Bueno, el relevo no llega hasta mediodía. Hay tiempo de sobra.
            Se aproxima al tálamo y observa. La observa. Bellísima y sencilla con las manos sobre el pecho, los pies juntos y rectos, las mejillas serenas, la boca, la nariz, los cerrados ojos, el trigo de su pelo. En este instante, y para siempre jamás, se enamora de la muchacha que está mirando, y no transcurrirá una sola hora hasta la de su muerte sin que piense en ella. A veces pasa.
            Un momento: si está dormida no puede tener los pies así de juntos. «Lo que me figuraba», piensa. Sonríe. Da una vuelta alrededor del monumento, observando minuciosamente a la princesa. Se detiene junto a sus pies, se pone en cuclillas y le examina los zapatos. Cosidos. Los zapatos están cosidos uno a otro. «Qué raro. Da igual. Eso no quiere decir nada.»
            Y sin embargo parece elemental: es para evitar que se le separen al dormirse, cosa fea. No hay mucho que pensar, ¿verdad? Pero que sea elemental no quiere decir que sea cierto. De hecho, no está dormida en este momento. Lo que ocurre es que, con tantas horas sin poder moverse —todos los días de ocho de la mañana a dos de la tarde, los domingos y festivos todavía más—, la pobre acaba por dormirse de verdad. Esto no es vida ni es nada, se dice la niña en su desesperación. No sabe cuándo se le pasará esta ventolera a su papá. Ahora está nerviosísima: se pregunta a qué vienen las vueltas que está dando el tío este.
            Él ya se ha maliciado que se está haciendo la dormida, pero debe obtener una evidencia sin tocarle un pelo de la ropa —afortunadamente, no hace a nuestro caso la razón específica de ello—. Se incorpora el hombre y llega a la cabecera. Allí permanece más de media hora, inmóvil y callado, a un paso de ella, como velando el sueño de la criatura inmóvil. Espera. Acosa la voluntad de la princesa como un azor a su garza. Sabe que se traicionará, olvidará su firmeza, desmayará, se acabará entregando. Es cuestión de tiempo.
            Pero ya va tardando en ocurrir. El pecho de la garza continúa sereno bajo sus manos cruzadas, esos labios no tiemblan, no se dilatan las aletas de su nariz. Qué tía. Y además, el tiempo se acaba. El sol está casi en lo alto, y la ronda con el relevo va a estar aquí enseguida. Si llega el último caso, como ahora —y a sugerencia propia—, le han autorizado a intentar lo que va a intentar. «Acabemos». Da un paso adelante, se inclina sobre su oído y empieza a declamarle ciertos versos con voz íntima y persuasiva. Los primeros son corteses, les siguen otros rendidos, después van tiñéndose de galantería, luego de atrevimientos, y los últimos contienen invitaciones osadísimas.
            El rostro mineral de la doncella tiene ahora el color de una cereza. Su corazón ha perdido la compostura por primera vez —y última— en su vida. Todos los días de su existencia recordará esta voz —no estos versos, esta voz—, y tratará de imaginar este rostro que no puede ver, ni verá nunca. Siente un perezoso pero inequívoco deseo de morirse. Carraspea el soldado, da un paso atrás y dice:
            —Alteza: Puedo ver que no dormís. Vuestro padre será advertido muy pronto de que mi señor lo sabe. Si las negociaciones se resuelven y el tratado se firma, mi señor el Príncipe llegará en breve a este lugar acompañado de su séquito. En tal momento, debéis aguardarle como os encontráis ahora, y debéis abrir los ojos de manera oportuna, de la forma en que se os ha enseñado, con el fin de que la ceremonia se verifique, impecablemente, en presencia de toda la corte. Es todo, Alteza. Con Vuestro permiso, debo retirarme. «¿Qué!»
            Apenas le ha temblado la voz. Ahora le ha tocado a él fingirse impasible y disimular unas violentas ganas de morirse. Bien hecho: es la rutina. Gira sobre sus talones y camina a pasos largos hacia la jaca, con ruido de espuelas. Cuando va a pasar el puente, se cruza con la ronda. Cabalga dormido.
FINAL ALTERNATIVO            …Si llega el último caso, como ahora —y a sugerencia propia—, le han autorizado a intentar lo que va a intentar: da un paso adelante, se inclina sobre su oído y con voz cascada, de bufón viejo, comienza:
            —¿Sabéis el del capón que fue a comprar huevos al mercado? ¿No? Pues señora, esto era un capón…
            Al principio, la princesa puede contener la respiración, pero a medida que se suceden las palabras, las inflexiones y los pasos de la historia, le cuesta más trabajo. Enrojece por el esfuerzo. Trata de salvar al menos la dignidad: durmiente o no, es una princesa. Inútil. Tiene que apretar los labios. Las mejillas resplandecen. Se le contrae el delicado mentón, levanta las finas cejas, arruga la frente. Agita los hombros. Como tiene cosidos los zapatos, no puede cruzar los muslos. El soldado ya ha visto suficiente. Pero. Pero a lo largo de su perra vida jamás ha podido dejar un chiste a medias.
            —Y le contesta la huevera: y a vuesa merced, ¿qué tal le caza el pájaro sin cascabeles?
            La princesa estalla en la primera carcajada de su vida, una espléndida carcajada sin orillas, sin compostura ni recato alguno, abandonada y vulnerable. A poco no se cae de la cama. Sigue riendo y riendo y riendo sin parar. Encoge las piernas. Llorando de risa, mira al soldado. También la está mirando él.
            —Por Dios, señor, no sigáis o me mearé toda.
            Sonríe. Sonríen. Él es feliz. Ella es feliz. Hasta donde pueden serlo. Los dos saben que han faltado a su obligación. Pero ven con asombro que el mundo no se ha acabado por eso. El soldado ha faltado a su deber. Es casi tan disciplinado como ella, casi tan inflexible, casi tan duro, pero ha faltado a su deber. Es un veterano con estómago, con muchas campañas a las espaldas, sabe cómo acaban estas cosas, y sin embargo ha cometido la ingenuidad de faltar a su deber. Y, además, la elección no ha podido ser más sencilla:
            —Tanto fuego, tanta sangre, tantas carroñas. Y mañana lo mismo, y pasado, y al otro. Acabemos.
            Desenvaina. Llega de dos zancadas a los pies de la princesa, con la daga desnuda. La sujeta por un tobillo y le corta de un tirón, de abajo a arriba, la costura entre los zapatos. Todo esto ante su sorpresa, su estupor, su indignación y sus violentas ganas de echar a correr. Sin embargo, despierta o no, sigue siendo una princesa.
            —¿Qué hacéis, señor? ¿Cómo osáis? No salgo de mi asombro. ¡Mi padre os hará colgar por esto, mal caballero!
            —Eso si me coge. Y a ti, preciosa, te meterá en un convento. O todavía peor: te casará con un bobo, un mierda o un pobre hijo de puta, te lo aseguro. Bueno, yo me marcho; si te vienes, te cuento el del obispo y la mula del papa.

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